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27.12.07

El Naipe


No iba a elegir a otro. Abrió el mazo como un abanico y me dijo:

- Saque una carta amigo. Yo me voy a dar vuelta y usted con esta lapicera la firma justo en el centro.

Hacía cerca de una hora que el mago itinerante estaba plantado delante de nuestra mesa.

Era en un bar. Cualquier bar. De esos en los que se llega después de dar vueltas en la noche.

Armado sólo con un mazo de cartas, el hombre caminaba entre las mesas regalando sus trucos. Hacía uno, o a lo sumo dos, y seguía su recorrida. Pero éste no era el caso, se había quedado delante de nosotros.

Tomó la carta firmada y la mezcló entre las demás.

El tema era conmigo. Él se había dado cuanta de que yo no disfrutaba de su magia y que estaba todo el tiempo tratando de descubrirlo. Incluso llegué, en una actitud miserable, a decir a mis amigos en voz alta cómo el mago nos ‘engañaba’.

Sinceramente nunca supe cómo hizo ninguno de sus trucos. Y menos aún cuando sacó la carta con mi firma de su boca.

Entonces, casi derrotado, usé el último recurso que me quedaba para dejar mal parado al tipo y le dije:

- Bueno… ya que es tan mago, por qué no hace que la morocha de aquella mesa se enamore de mí. Sí, la segunda empezando desde la derecha.

Mientras negaba con la cabeza me dijo abusando de la ironía:

- Amigo… Yo hago que las cosas sucedan mágicamente. No tienen explicación. En cambio en el amor son todos trucos.

Dio media vuelta y se fue.